miércoles, 21 de marzo de 2012

Johnny Salmonte no era un boniato sin corazón

La tarde blanca caía sobre la sien de aquel chicle masticado pegado al suelo. Este murmuraba barbaridades a las gentes que se cruzaban con él. Blasfemaba cada vez más gravemente hasta el punto de que el niño Jesús acabó por hacerse un piercing para llamar la atención de sus padres. La gente estaba alarmada y tapaba los oídos de sus hijos con calcetines sudados y repletos de saliva de desconocidos para que no pudiesen oír semejante sarta de improperios. Justo cuando la ciudad amenazaba con entrar en el caos, llegó un hombre libre, un signo de todo lo bueno que hay en este mundo. Naranjito. Este icono de la verdad y la justicia iba disfrazado de alguna especie de animal de granja y maquillado como una puta de pueblo. Parecía melancólico y olía a ginebra barata. Cuando vió al chicle, comenzó a reir a carcajadas, se acercó a él y le dijo:
    -Si tus problemas fuesen un animal, ¿cuál serían?
    - Una fregona con pies de mamut y cabeza de aligator- contestó el chicle sin dudarlo ni un momento.
    - Eres cruel- dijo Naranjito, volviendo a su tristeza, antes de desaparecer para siempre entre las olas del mar.
El chicle sacó una tarjeta de crédito, su cartera y una bolsa con cocaína y, después de ofrecerle una ralla educadamente a una monjas que pasaban a su lado en ese momento (y que por supuesto no despreciaron), moldeó en la finísima y pura cocaína la figura de un pato, que después inhaló sin contemplaciones. El chicle drogadicto voló en mil pedazos, siendo el único beneficiado de toda la historia un médico recién licenciado con un gorro de piel escrotal humana, que tuvo que tratar las infecciones de oído de todos los niños de aquella calle, ya que los calcetines sudados y los tímpanos son los dos dramáticos protagonistas de una historia de amor imposible y autodestructivo.

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