Por desgracia, los tiempos de Quevedo en los que se pasaba por el acero al cabroncete borracho que te toca el nardo en un bar han quedado atrás. Se ahogaron en el polvo del progreso el dominio de la espada y las habilidades de espadachín como característica indispensable.

Así, el citado individuo debe mantener constantemente activas sus dotes retóricas y desarrollar el conocimiento del lenguaje lo más posible. Debe mantener los conceptos constantemente frescos y destripar los eufemismos que se nos ofrecen en su lugar. Su lenguaje afilado y su percepción óptima, para cazar y desenmascarar la semántica real de las palabras. Y así, el intelectual, de alta o baja estofa, se ve convertido en un espadachín retórico que se defiende como un gato panza arriba de la lluvia dialéctica por la que se ve acosado. Solo el más ducho espadachín será capaz de afrontar nuestra realidad actual sin verse afectado por ilusiones ni trampas. Esto ya lo hacía Quevedo, pero además te metía un navajazo entre las costillas. Era la sangre mediterranea, que le vuelve a uno visceral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario