viernes, 21 de diciembre de 2012

El baile del carcamochas

No me da miedo morir. Soy un caballero primario y feliz que ha disfrutado del rápido tiempo que se le ha designado en este mundo. Estoy muy orgulloso de todas mis cerdadas y depravaciones, son como hijos para mí (hijos deformes como los que tendrías con tu hermana, pero hijos al fin y al cabo. Los tendrás que querer). No me arrepiento de nada.
Lo que me da miedo es envejecer. No por las razones comunes de perder la vitalidad juvenil, que mi cuerpo ya no funcione como acostumbraba o que se me escapen perdigonazos macerados en saliva de la comida de anteayer. Todo eso lo tengo asumido, y lo último incluso me gusta. El problema es la cuestión sexual. Hoy día, la avanzada e irrefrenable ciencia humana ha puesto al alcance de nuestra mano esas mágicas pastillitas azules que convertirán nuestro defenestrado miembro viril en un babeante y oloroso zombi-polla que a duras penas puede cumplir sus funciones originales, pero que al fin y al cabo nos permite el buscado gozo de introducir nuestro tejido cavernoso en agujeros húmedos. Así que el problema ya no radica en el mal funcionamiento de nuestro cárnico hardware.
El problema son nuestros coetáneos y potenciales parejas sexuales. Siempre quedarán las putillas, heroínas callejeras de la vida diaria, para aliviar nuestro problema, pero en caso de no poder acceder a ellas (por ser demasiado pobres, demasiado estirados o demasiado repugnantes) la única salida sexual son las geriátricas caderas de octogenarias de nuestra generación. Por eso rezo todas las noches a Daniel Radcliffe, dios de los poster eróticos en talleres mecánicos, para que me lance un rayo gerontofílico que me convierta en un amante de las tetas caídas y los pellejos colgantes.
Porque sería una lástima arruinar esa maravillosa etapa que es el ocaso de la vida, que nos brinda tan increíbles oportunidades en el campo de la excreción libre de detritus variada, por culpa de una lívido polvorienta e insatisfecha, muerta de sed en una isla rodeada de agua salada. Es desconcertante desear aficionarte a los coños sin lubricar y las arrugas desmedidas pero, ¡que me aspen si no lo deseo en el fondo de mi alma!

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