miércoles, 19 de diciembre de 2012

Aquí huele a estrellato

Me fascina el agua. Flotar en una piscina pública, aun sabiendo que es lo más parecido a una lluvia dorada masiva que he perpetrado nunca, es muy parecido a la vuelta al útero materno: el sueño de todo mamífero cabal. Solo hay una forma de acercarse más a esa sensación, y es pagando a una prostituta india (madre por enésima vez), maltratada y triste, para que te deje introducir la cara en su desmensurado útero y una vez dentro, aspirar el exótico aroma del Oceano Índico y de enfermedades venereas erradicadas siglos ha en Europa. Una experiencia sibarítica solo al alcance de los más perturbados. Lo de la piscina pública es mucho más fácil.
Sin embargo, la sociedad vuelve a interponerse entre mis mayores placeres y yo. Hay un obstáculo que me frena en seco entre mi vida y la piscina pública: los vestuarios. Allí donde los hombres, en una camaradería y hermandad obligada, se desnudan y se miden los penes unos a otros. No es pudor lo que me refrena, pues soy una persona activamente nudista y estoy muy feliz con mi desfigurado cuerpo de animal campestre. El problema es el olor a testosterona, las miradas furtivas y curiosas a los miembros ajenos, en busca de una inyección de moral. Es un oasis en una isla de mentiras, un descanso en la no aceptación constante. Entonces llega el macho alfa, un individuo con un desproporcionado nabo, que ondea su virilidad al viento mientras mira a los demás, diciéndonos con los ojos "No pasa nada, chicos, yo no le doy importancia y vosotros tampoco deberíais. Nadie es mejor que nadie por la longitud de su miembro, aunque yo sea capaz de satisfacer a una mujer y vosotros no". Entonces el resto de la improvisada manada agacha la cabeza y ofrece víveres al líder. O por lo menos, esa es la sensación que me dio a mí.

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